No lo puedo creer. Seguro que estoy soñando, regocijándome
entre las sábanas de mi cama. Quizá Roberto y Valentina, para no sentirse mal,
me han echado algo en la copa, dejándome drogado perdido y en vez de estar aquí
con ella, estoy en la pista de baile, haciendo el ridículo y alucinando. O
quizá esta chica se esté riendo de un pobre tonto como yo. Era demasiado
atrevida y no lo había visto en ninguna chica. Puede que si besas a una chica
al poco tiempo de conocerla pierdas, proporcionalmente, el interés en ella.
Pero este no es el caso, me atrae, me
tiene pillado y me interesa cada vez más.
— Guau. —Digo para romper el
silencio tormentoso. Quiero seguir la conversación de antes.
— ¿Qué? —Se reía—Tan solo nos
hemos besado. —Bebía de su Martini.
— Ha sido…increíble…
— Sí, pero… ¿Sabes por qué? Porque
no lo he pensado, porque no te lo esperabas. Así. Sin tener un pensamiento de
lo que se debe o no hacer, los besos saben mejor. Quiero decir, ¿No quiere todo
el mundo que le roben un beso, que esos saben mejor? —Me mira de nuevo con esos
ojos azul cielo, tan grandes y maravillosos.
— Más que un robo, ha sido un
alunizaje.
Cuando ella se me había acercado, había experimentado una
gran sensación, el sabor dulce de la cereza con el olor, aún más suave, de su
perfume. ¿Qué tiene el perfume de mujer que nos deja atolondrados? ¿Por qué
huele tan bien?
Ahora si es verdad que no sé qué hacer. Necesito su número
de teléfono, necesito saber su nombre. Conocer más sobre ella. Hacer que no me
pueda olvidar porque yo, con su hechizo, estoy maldito para no olvidarla así
pase una eternidad. No voy a olvidar fácilmente sus labios rojos que han dejado
un poco de carmín en mi paladar y que
sabe tan bien.
— ¿En qué piensas? ¿Te he asustado? —Pregunta de repente.
— No, por supuesto que no—me
pongo nervioso. No quiero que piense justo lo contrario a lo que me pasa. —Tan
solo divagaba, intento ponerle a tu cara un buen nombre.
Ella se ríe y con su Martini en la mano echa la cabeza hacia
atrás. Sigue sentada en ese taburete de una manera en la que yo sería incapaz.
— Bueno vale. Está bien, está bien. Haré una
presentación de verdad—Me mira a los ojos e intenta ponerse seria— Me
llamo Jeannette. Jeannette De Martino. —Me tiende una mano y se la estrecho,
sonriéndole.
— Encantado, señorita Jeannette—respondo
gentilmente—Yo me llamo E…
— Shh. —Dice ella colocándome
uno de sus dedos en los labios. ¿No quiere que le diga cómo me llamo? — Nací en
Italia, en la ciudad de Florencia en 1926, por lo que ahora tengo 19 años y
sigo siendo toda una niña.
¿1926? ¿Pero qué dice? ¿Se ha vuelto loca? ¿O solo está
jugando? Así que tiene 19 años, ¿eh? Si nació en ese año…ahora estamos en
¡1945! ¡Claro! ¡Qué tonto soy! Estamos en una fiesta de época y está jugando a
crearse una identidad completamente distinta a la suya de verdad, una
personalidad que vaya acorde, como el Martini y el Manhattan, al lugar donde
estamos.
— Encantado, señorita Jeannette—Rectifico— Yo soy Jack. Jack Bouvois. Nací aquí, en los Estados Unidos,
concretamente en Chicago en el año de 1924. Ahora tengo 21 años. —Le hago una
reverencia y le guiño un ojo.
— ¿Tienes ascendencia francesa?
—Me hace una pregunta de forma pícara con el Martini en la mano, al lado de sus
labios.
Vuelvo en sí, absorto en nuestra conversación de identidades
inventadas. ¿Qué le digo ahora? Le había dicho ese nombre porque ha sido el
primero que se me ha venido a la cabeza (creo que por el protagonista de
Titanic). El apellido era el apellido que debía llevar aquel pub, a que era el
apellido de soltera de Jacqueline Kennedy. La cosa se está poniendo
interesante. Está haciendo que viva los años 40 y es una sensación que no se
puede describir.
— Eh…sí. Mi padre nació en París. Estudió
filología inglesa en la Sorbona.
— Vaya—puso cara de asombro ante la
historia que acababa de inventar— ¿Y por qué decidió tu padre venir aquí, a los
Estados Unidos?
— Ya sabes, la Primera Guerra
Mundial en Francia fue muy dura, y los jóvenes como mi padre, tras esa
experiencia, donde no sabías cuándo podías morir, llevaron a cabo una profunda
reflexión, llegando a la conclusión que había que vivir la vida. Europa estaba
destrozada por la guerra y el sueño americano estaba más vivo que nunca, por lo
que mi padre hizo las maletas y probó suerte entre los felices y locos años 20.
—Las palabras habían salido de mi boca sin ser forzadas, de forma pausada y tranquila,
como si esa fuera de verdad, la historia de mi padre.
— ¡Qué espíritu aventurero! Tu
padre solo por Norteamérica. Aquí conoció a tu madre, ¿No es así?
— Sí. Aunque no lo tuvo fácil.
Cuando mi padre llegó a Estados Unidos no encontró nada de esos felices años y
como única salida a su pobre vida se tuvo que dedicar al contrabando de alcohol
durante la Ley Seca. Tras un par de años, donde se enriqueció bastante, lo dejó
por una plaza de profesor. Y allí se encontró con Aimee, mi madre.
— Bonita historia la de tus
padres, sí.
— Muy romántica—Río. — ¿Y tú
como llegaste hasta esta ciudad?
— ¿Nueva York? —Yo digo ciudad,
ella Nueva York. Es sencillo. Es un juego muy sencillo, yo pongo unas reglas y
ella sobre esas, pone otras. Es increíble. — Soy la cuarta hija de un matrimonio
italiano rancio y anticuado. Mi padre perteneció a las Camisas Pardas, era un
profundo admirador del Duce, Mussolini.
Mis hermanas, todas mayores que yo, me pegaban de pequeña y yo pasaba la
mayor parte de mi infancia callejeando por la bella Florencia, admirando los
viejos edificios que me contaban viejas historias, jugando a saltar de piedra
en piedra en las calles empedradas y estrechas. Pero en 1932, mi padre fue
perseguido, según dijeron, por sus tendencias comunistas, aunque él odiaba a
los comunistas a muerte. Tuvimos que huir. Mi padre murió en el barco de camino
a América, antes de llegar a Ellis Island, creo que fue de gripe española, sí.
Y desde entonces, mis hermanas, mi madre y yo nos hemos buscado la vida como
podemos, siendo americanos. No sé si volveré a Florencia…Europa tras esta dura
guerra está devastada.
— Oh, qué trágico. —La música
iba desapareciendo a medida que me contaba su historia, la gente a nuestro
alrededor también. Parecía que solo existíamos ella y yo, allí, transportados
en el tiempo hasta 1945, contándonos unas vidas que no son las nuestras. Lo
peor es que creo a ciegas en su historia, sabiendo que es mentira. Incluso me
había creído mis propias palabras.
Es algo tan mágico que solo puedo pedir que este momento
nunca acabe. Tan solo quiero seguir hablando con ella, de esas nuestras otras
vidas sí, pero compartirlo con Jeannette, la italiana-estadounidense, en algún
pub de la Nueva York de 1945. Chica por la cual ha perdido el corazón este
americano con padre francés, que siente como buen soldado que es, la bandera de
las barras y las estrellas.
Gregorio S. Díaz "Fragmento Un amor del siglo XX"