Yo que tantas montañas escalé. Unas tan altas que no sabía si iba a poder
llegar a la cima y plantar mi bandera. Otras pequeñas, fáciles y en forma de
pico. Otras redondas, por la erosión. Unas nevadas y otras llovidas. Unas
verdes y otras marrones. Yo que de tantos precipicios me tiré. Sin paracaídas.
Sin planear la caída. Mis manos recorrieron tantos tactos que no los logro
recordar. Mi piel se ha helado tantas veces para volverse a calentar que ya
está harta de cambios de temperatura. Yo que iluminaba mis noches, cada una de
un color diferente. Yo que repartía alegría y con eso risas atraía. Yo que visité
tantos cementerios para enterrar tantos fantasmas que se colgaban de mi pecho. Yo,
sí, yo, que tanto escribía. Yo que tanto corría, para después jadear tras el
esfuerzo de los kilómetros. Yo que…
Gregorio S. Díaz "Yo que..."
Empecé este camino a sabiendas que la vida me retaría a aprender y desaprender al mismo tiempo, a asimilar cada despedida, a ir curando cicatrices y a poner encima de un altar la integridad cómo sinónimo de autenticidad. La integridad debe ser algo extraño en esta sociedad que vive de maquillaje, enfrentando necesidades, egoísmos y miedos a exponerse. Debe ser algo desaprendido y olvidado con el paso de los años, algo que la contaminación de todo lo vivido nos impide mostrar al más prójimo y al más lejano. La palabra, queridos, puede llegar a ser el arma más letal para transgredir cualquier realidad y naturalidad y ser la expresión más sublime y auténtica de nosotros mismos, de nuestras emociones y pensamientos.
ResponderEliminarHay historias que se te quedan pegadas a la piel como la marca de una salpicadura absurda de agua hirviente, como la canción de niñez que consigue arrancar de tus entrañas, como un manotazo injusto. Para bien o para mal, han venido para quedarse, para habitarte la mente y el cuerpo hasta el último día que conserves la memoria.
¿Qué hay de la satisfacción de la fidelidad contigo mismo? ¿Dónde se ha escondido? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Ser quién eres. Haberte atrevido un buen día a no esconderte. A no morderte la lengua cuando te saldría, espontáneo, el nombre de ella, el nombre de él, la esencia de lo que te dignifica y avergüenza. A saber irte con la consciencia tranquila y dejarlo ahí. De ir aprendiendo, con los años, a amar, simplemente, sin etiquetas. De tener el valor para hacer caso de lo que sientes, no de lo que dicen que tendrías que sentir, el valor de hacer caso a lo que piensas, no de lo que deberías pensar. De bailar, si quieres, encima de una carroza. De no bailar, si no quieres. De buscar la piel y el alma que vibran en la misma frecuencia que la tuya, ella, él, ni una cosa ni la otra, la persona que te sabes capaz de amar hasta el fin de los tiempos. Orgulloso de ti, orgulloso contigo, y de tu capacidad para expandirte.
Tiempos de quererse poco, y exigir que nos quieran mucho. Tiempos de vacíos irremplazables y muros infranqueables. Tiempos de supervivencia.
Vivir olvidando.
Buena reflexión. ¿Me podrías decir quién eres? Habrás compartido este relato, porque tengo muchas visitas en él. Muchas gracias!
ResponderEliminarAlguien que lee y por casualidad se tropezó con "El chico de los relatos".
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