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10 de enero de 2018

Flor.

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Algún que otro lluvioso atardecer, como lo es este, se me pasa tu dentadura blanca, tus pétalos rojos y tu piel morena por la retina. Realidad me golpea cuando me quedo mirando al infinito horizonte. Y es que se me va la consciencia en la noche en la que, por fin, lejos del ruido de la calle en obras por siempre donde dormía con ella, bailaste pegada a mi cintura encima de aquella tarima. Cuando la nieve sorprendía a una Granada acostumbrada solo al frío seco de la madrugada, y el suave tacto de los guantes polares parecía acariciar a mis hibernadas hormigas. Esas que se habían quedado dormidas por aquella chica rubia y fría, que me mandaba a dormir cuando quería y que no fue, nunca, del todo, mía. Que solo estaba empezando a saber cómo funcionaba el querer la piel y yo no albergaba ni pizca de paciencia y empatía. En noches tan oscuras como lo es esta noche, me sube al paladar el té caliente, abrasándome la garganta. Me inunda la pituitaria el olor a especias que desprendía aquel balcón con ventanas a la Historia. Cómo no percibí tu aura de sultana del reino nazarí que yo tanto ansiaba. Que eras la morisca del Albaicín que a su morisco de las Alpujarras buscaba, esa que podía devolver al corazón su latir y al cinto su espada para luchar por una tierra de la sangre de antepasados bañada. Que eras con quien, una vez, en el quinientos, viví y nos dejamos flores de colores heredadas. De vuelta al tráfico lento, me negaste un beso. Tenía que ganármelos. Y entonces, obtuve infinitos. Los que quise. Besé la flor que eras allá por cuando empieza la primavera. En verano entré explorando el tallo y tu savia, para luego dejarte sola, seca y marchitada. Dejé que el Sol llenara de lágrimas a una barriga que todavía tenía bultos de esperanzas. Llegaron carcajadas exageradas, mientras permitía que el pasado, de nuevo, con su fuerza y sus cuerdas me aprisionaran. Me olvidé de todo y no te recordé, para nada. No tenía ni idea de que aún ahí estabas. ¡Que me esperabas! Que fue tu día, y no te hice nada. Aún me da por ver todo lo que escribiste en esa verde y naranja caja. Todavía huelo el azúcar de los corazones de chicle de los que lleno estaba. Guardo en el armario, también, la camiseta blanquiverde rayada. De ti me queda la voz con la que me dictabas las palabras, como susurros, grabadas. Alguna que otra noche, como estas, tengo que levantarme a las tantas de la madrugada y llenar el folio de una vida que parece ya muerta y enterrada. Al amanecer, se me pasa. Pero quedan en la ventana las gotas de rocío, que dibujan todo lo que no vi para que me queme cada mañana. Escriben con sus trazos sangre que tortura el alma: que entre mis manos tuve una flor que brillaba, y le quité los pétalos uno a uno, como si no fueran mías esas alas.  

Gregorio S. Díaz "Flor"

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