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14 de enero de 2018

Luzca el blanco y rojo de su boca, mi señora.

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¡Cuánta belleza, mi señora! Y no solo lo digo por usted, su espectacular brillo y su transgresor vestido. También los balcones de todas las casas, de todas las calles del castillo, así como del Reino entero, están engalanadas con sus mejores paños. Todo para celebrar con usted, y por usted, este magnífico día. Tan especial. Los niños pasean por los parques, con globos de colores, en los que están dibujados sus iniciales. Se han organizado juegos, carreras de caballos y hasta hay una competición para ver quién es el gato más gordo de los cuatro confines y los catorce reinos. No sé, a decir verdad, qué le tiene preparado el príncipe, pero llevas días maquinando, usando sus contactos, llevando a cabo tejemanejes para mantener en silencio cada uno de los mil regalos que le va a hacer. Y más de mil usted se merecería. Lo que sí sé, a ciencia cierta, es que el Reino no puede brindarle mayor pleitesía que convertirla en heredera de la corona. Usted misma se percata de lo difícil que ha sido llegar hasta aquí. Mantener, en la paz y en la guerra, la unidad de nuestros territorios. No solo nos han amenazado los enemigos internos, que buscan sangre en la rutina, encontrando cualquier pequeña grieta para hacernos daño, para lanzar en contra nuestra todas sus fuerzas. Los mantuvimos a raya. Y qué decir de los extranjeros. ¡Nuestro Reino es el más codiciado! Todos quieren lo que tenemos. Y todos te quieren a ti. Solo es envidia, créame, por no poder construir lo que usted aquí sí. Hoy es su día, mi señora. Y yo, como su eterno y fiel guardaespaldas, habiendo jurado lealtad a los actuales reyes y al príncipe, le deseo toda la suerte que el trébol pueda darle en este ciclo más que cumple, que le añade a su cuenta. No será el primero ni el último en el que tenga todo esto. El calor de su pueblo, el visto bueno de quienes la quieren bien y saben hacerlo. La complicidad y el cariño que solo se consigue con el tiempo.

Anda, devuelva esa sonrisa que yo me sé a su rostro. De inmediato, mi señora. Déjeme que le pida que no llene más sus ojos con ese extraño brillo que denota melancolía. No piense, ni por un segundo, que lo de hoy es una fiesta efímera, que es burbuja de un solo día, que hace que de todo te olvides. El mañana, recuerde, también traerá alegrías. Aunque te recorra el cuerpo un escalofrío, la cabeza te dé vueltas y te dé por pensar tonterías. Mi señora, yo sé que lo hace. A escondidas. Cuando no la ve nadie. Sé que tiene guardada, bajo llave, una caja de terciopelo, en la que siempre ha guardado objetos valiosos, aunque ya van quedando pocos: un retrato en blanco y negro, una carta vacía, mil letras que nada son, quizá escritas con la tinta de la mentira, de la traición. No me pregunte, la he visto por las noches, cuando llora hasta quedarse dormida, leyendo, con todo eso encima del pecho. También cuando se enfada y le da por quemarlas en la chimenea, como si fueran secretos que jamás quisieran o debieran ser revelados. La he visto, de la misma manera, arrepentirse, quemarse la mano, en busca de un pergamino chamuscado, intentando descifrar alguna que otra frase. No se preocupe, mis labios están más que sellados. Sé que ya solo sucede cuando tiene las defensas bajas y algún que otro accidente trae recuerdos. Que ya van siendo menos las ocasiones en la que le sucede todo eso. Que pronto dejará de tener esas pesadillas, y esos sueños. Que van viniendo a menos. Sé, de sobra, que nuestro príncipe es solo suyo, que lo quiere con el alma, de quien se va a poner, en el dedo anular, su anillo. Así que no tenga miedo. Tampoco se preocupe más por aquel despojo. No está lejos, pero tampoco cerca. No ha vuelto a escribirle desde aquella última otoñal reyerta. No va a hacerlo más. Le corté medio dedo, le soborné con mil monedas de oro, pero las rechazó, jurándome que no volvería a hacerlo. Le quité su caballo, su puta y le dejé el pájaro de mal agüero. No sé, ahora, qué caminos andará, pero se tiene que estar jugando el cuello. No tiene nada: ni espada ni reino. El suyo lo ha heredado alguien más pequeño, que parece ser, sigue sus malditos pasos. Me gustaría saber cómo se tiene que ganar la vida, puesto que se ha convertido en un auténtico bandido. Quizá se dedique al campo, aunque con la dudosa fama de la que su apellido hace gala, supongo que su fuerte será la rapiña, el robo y las plantas medicinales que huelen a manzanas. Se lo prometo, no va a volver ni le va a escribir. Simplemente, no puede darle, mi señora, aquello que ya no tiene y de lo que carece. Ni tan siquiera su corazón: dicen las malas lenguas que se le ha oscurecido, que aúlla en las noches, que tiene encima más de un orzuelo o algo parecido, que, herido, ha dejado regueros de sangre de un color tan negro como el azabache.


Así que, mi señora, salga a saludar a su pueblo. No tema, no mire atrás, no dude. La están esperando para celebrar con usted el día de su efeméride más importante. Borre de su rostro cualquier atisbo de recuerdos, de toda esa pena y la rabia. Que el destino ya lo había escrito. Lo había predicho. Lo demás, son cosas que pasan. Que suceden. Que nos forjan y hacen tal y como somos. A partir de ahí, todo es nuevo. Luzca el blanco y rojo de su boca, mi señora, que todo lo que han preparado por usted no es nada comparado a lo que le espera cuando sea reina…

Gregorio S. Díaz "Luzca el blanco y rojo de su boca, mi señora."

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