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14 de febrero de 2018

Una cana blanca al cielo.

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Una cana blanca, que un día fue rubia, sube en forma de polvo hacia el cielo. Uno podría imaginarse que, por la vida que ha llevado, su lugar sería el infierno. Estoy seguro de que conocería cada una de sus calles, cada uno de sus recovecos. Cada palmo de esa tierra quemada, de esa música alta, de esas pastillas de colores, de esa cerveza caliente, mala, de esas mujeres interesadas, de ese dinero que nunca y siempre tuvo, que fue como una navaja. Que lo sedujo de tal manera que lo llevó a pasar media vida entre rejas. No. En el infierno ya estuvo. De él, más bien, no se ha movido. Atrás quedan las chupas de cuero y las camisas rajadas. Los puños bien cerrados, marcados en mandíbulas ajenas, las palmas levantadas. La adrenalina al huir, con el sonido a sus espaldas de la policía y sus sirenas. Atrás quedó creerse el rey del mundo, porque solo fue el dueño del instante, ese que se va rápido, que no existe. Lejos de ese mundanal ruido, siempre ha sido un cordero herido. Ha ido derramando, hasta el día en que definitivamente ha dormido, toda la sangre que no es suya, pero que siempre por las venas le ha corrido. Fue calmando el dolor de verse arrebatado de su otra idéntica mitad, con más dolor, con lo mismo a lo que un día la vida los acostumbró a los dos. Dando tumbos, sintiéndose culpable, tal vez, nostálgico y triste, por todo el mundo. Siguiendo haciendo girar la ruleta. A ver hasta donde era capaz de aguantar y de llevarle la mala cabeza que tenía por veleta. No. El diablo no busca esas almas. Demasiada inocencia para tan enorme tarea. Ellos dos, al fin, caminan de la mano sobre las nubes blancas, planeando nuevas travesuras…


Gregorio S. Díaz "Una cana blanca al cielo"

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